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Dispositivo analítico y analogías socráticas. (Hadot y Sócrates, I)





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La lectura del libro Elogio de Sócrates (2004) de Pierre Hadot es apasionante. Hadot lee a Sócrates a través de Kierkegaard y Nietzsche, doblando ese través, de nuevo, por medio de la alegoría de tres figuras de la mitología griega: Sileno, Eros, Dionisos. Es la mitología de Platón, procedente de los diálogos Banquete, Protágoras, Critón, así como de la Apología.
    La prosa del filósofo francés es persuasiva: Sócrates es la interrogación radical, la mostración de la ignorancia existencial del ser humano, que se sirve de la máscara – lo profundo –, el disimulo de la ignorancia, la ironía, para mostrar la inopia de su interlocutor. Sócrates nos sitúa ante nuestra penuria ontológica de saber, debido a su certeza de que no sabe nada y quiere que los demás nos enteremos. El Sileno de Hadot es el que más convence e incluso apasiona, enamora como en el Banquete. Sobre todo, sobre todo por el dispositivo de análisis del viejo filósofo.
    El prologuista de la edición, R. Falcó, lo explica bien. La actitud de Sócrates y su forma de allegarse a la (o hacia una) “verdad” recuerdan al dispositivo del psicoanálisis: un analizante acude al analista para encontrar una verdad que sospecha no tiene, pero que cree que tiene el analista. Y aunque suceda al revés: el analista muestra que no sabe nada, que es el analizante quien tiene “hablar” y verbalizar su ignorancia y confrontarse a lo que emerja.  
    Este Sócrates-Sileno, Sócrates-Nietzsche, es poético, y un poco tramposo. El psicoanálisis no es platónico ni socrático, sino, en todo caso, sofístico. Hay diferencias importantes, clave, entre los dispositivos, objetivos y punto de partida. (Y una salvedad: por qué es significativo que sea “sofístico” y no “platónico” – algo que puede parecer como ridículo, inútil, “académico”, se explica ahora. Es algo más que una cuestión de colgar etiquetas.)

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La palabra “análisis” procede del griego y es rica en significados. Quedémonos con el doble de “liberación” y “muerte”. Algo muere en un análisis, pero algo también nace. El analizante se resitúa y reescribe su relato, su novela familiar. Un psicoanálisis es una elucidación del alma, un examen o investigación (exetasis) de la propia vida, que parte de una epojé radical o puesta en suspenso del saber que se (cree) posee, usando un (la expresión ahora es de Hadot-Kierkegaard) “método de comunicación indirecta”: mostrar al interlocutor que no sabe nada, para confrontarlo con algo que no esperaba saber. Esto es cierto, es parte de la historia intelectual “heroica” y “prometeica” del psicoanálisis, que suena bien en los pasillos, clases y salas de conferencias de las universidades. Pero solo es una parte de la historia.
    A diferencia del encuentro socrático, un psicoanálisis no es un ejercicio intelectual, una búsqueda de la (o de una) “verdad”, ni siquiera para certificarse de la indigencia ontológica del ser humano (para cerciorarse de la terrible soledad humana, el sujeto moderno no necesita ni un Sócrates ni un profesional de la psicología clínica). Un análisis sucede porque alguien sufre, porque su vida no es lo que querría que fuera, porque no se ve futuro y solo hay error y dolor, y no sólo eso: además se sabe, la persona lo sabe. Un individuo sabe que tiene un saber que se le oculta y por eso busca un guía, un supuesto-sabedor. No es alguien al que hay que mostrarle que “sólo sabe que no sabe nada”, porque ya sospecha su errar. Por su parte, un analista no es alguien que anda de casa en casa, de plaza en plaza, convencido de su misión de comunicador-intermediario entre dioses y hombres (el Eros del Banquete, el daimon de Diotima) de la condición metafísica de la ignorancia humana; no es alguien que se autoproclama (como en la Apología) ángel de la (una) verdad religiosa en la caverna de las sombras de la amathía (ignorancia) de los ciudadanos de a pie. El analista recibe a alguien que habla y los dos dialogan (ahora sí) analizando los juegos y trampas que el lenguaje del sujeto tiende para ocultarse.
     Segundo: un análisis, es cierto, implica una transferencia de saberes, desde una relación de amor-saber, de educación mutua entre el analista y el analizante, como la paideia erótica narrada por Platón en Banquete. Precioso. Pero hay (más) diferencias. R. Falcó el prologuista de la obra – lacaniano – no lo ve o le pasa desapercibido, pero es crucial. El analista cobra un salario por sus sesiones, por su saber, mientras que Sócrates rechazaba cualquier tipo de pago, alegando que no tenía nada que enseñar, porque no sabía nada (es al menos lo que cuenta Platón, el cual, claro, no era simplemente un transistor del maestro, como se explicará). El psicoanalista es más bien un sofista que un filósofo, y el dinero tiene un efecto de distanciamiento más serio que todas las “máscaras” de la ironía, el “método indirecto” y la “disimulación” socráticas. El filósofo es un interesado que parece desinteresado. El sofista es un desinteresado que parece interesado.
    Tercero: El encuentro socrático es, en realidad, un des-encuentro: una gran parte de los diálogos socráticos son aporéticos, es decir, no llevan a ninguna parte, despliegan la pobreza – Penia – humana de Saber (con mayúsculas). El contraste con el psicoanálisis es muy fuerte: este conduce a un saber del propio sujeto sobre sí mismo, un “conócete a ti mismo” (de nuevo ahora sí), que lleva un encadenamiento de saberes-vida: acéptate a ti mismo, no te olvides de vivir, deja de repetir-morir, sal de tu caverna. No es un saber-ideal, superyoico (“conócete o…”), no es un proceso de fortalecimiento o rearme de las defensas del “yo” a través de categorías racionales (kantianas), sino un situar al sujeto frente a la propia historia de la formación de su “yo”, del relato o novela familiar con sus fantasmas, sus escenarios conocidos y su mortífera repetición; situar al sujeto frente a la irracionalidad, contingencia y absoluta precariedad de la conciencia con respecto a las agresiones destructivas del Otro, situarlo para posicionarlo de forma que no sea su juguete, su objeto, sino sujeto en control (la imagen del auriga del Fedro, esta vez sí, otra vez, pero leído de manera distinta). Un parecido inesperado se asoma aquí: un psicoanálisis puede acabar en un callejón sin salida, puede ser aporos. Eso sucede porque, a diferencia de lo que piensa Platón, cuya filosofía es la de un orden reglado de jerarquía de almas atrapadas en cuerpos, las personas, los cuerpos, tienen naturalezas multiformes y variadas, y hay sujetos incapaces de salir del lugar en el que se instalaron al hacerse. Como si el deseo de saber fuera un deseo de no-saber o, simplemente, porque hay caracteres insonsables, no codificables. Todo lo real no es racional, ni siquiera relacional, y aquí es donde me reconciliaría con Sócrates-Sileno o Hadot-Nietzsche. Pero solo aquí.

Estos equívocos tienen su razón de ser, y se plantean aquí (continuará).


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